“Olfateamos muchas cosas
entre prisas, diariamente.
Son verdades deliciosas
y verdades pestilentes”,
Ricardo Iorio, Memoria de siglos (1991).
Los cuestionamientos (preguntar por qué y para qué, preguntar sobre el sentido) introducen el peligro de la ruptura: desatado el torbellino de la duda, por la propia dinámica del pensamiento, la inseguridad puede adquirir dimensiones abismales.
Sin dudas, es más cómodo transcurrir sin sacar a superficie los sentidos construidos ni objetar la necesidad de las regularidades de nuestros procesos de vida humana en comunidad. Preservar la estabilidad y la continuidad de lo constituido es indudablemente más fácil, entre otras cosas, porque nos evita el riesgo de encontrarnos con que bajo las formas en que nos representamos como objetiva, funcional, racionalmente metódica, referible y dotada de sentido a toda actividad —mediante el proceso continuo de la cultura que es a su vez “reflexivo” y “racional”—, no subyace más que nuestra debilidad, en el mejor de los casos, o nuestra estupidez.
O peor aún, es probable que descubramos que preferimos ocultarnos —y ocultar también para los otros que son con nosotros— la pestilencia de nuestras acciones, de las consecuencias de nuestras acciones y de los sentidos que en torno a ellas hemos construido, con tal de preservar el goce de aquello que hemos erigido, desde nuestras posiciones, como “delicias”.
Para muchos la ruptura, el cuestionamiento, representan casi un imposible. ¿Cómo romper la estabilidad-continuidad de los sentidos construidos cuando es insegura la reproducción material de la propia existencia?
Para otros la ruptura constituye una posibilidad objetiva, pero sin el correlato de la voluntad.
Para nosotros, en cambio, la ruptura es un imperativo.
1 comentario:
Para nosotros también es un imperativo. Gracias por el texto, nos parece necesario.
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