28 de noviembre de 2006

Renuncias

“Envases rellenos de tibia entraña,
ligeros e impiadosos van.
Errantes, salames, son tan permeables...
y de seguro las agujas los van a encontrar”,
Agustín Chaumont,
Tibia entraña (2000)

¿Cuál es el sentido de ese espíritu que se expresa en una apelación permanente a volverse uno partícipe activo de este infierno, desde el margen, a través de unos beneficios marginales? Volverse uno partícipe de las peores causas y consecuencias; un espectador privilegiado, un enfermo inmunizado, un anormal controlado, un sujeto cosificado, un consumidor, un paciente, un idiota…

¿Cuál es el sentido? Egoísmo. Egoísmo y su ineludible corolario: la estupidez.

Hay que oponerse a ese sentido. La felicidad, de un pueblo como de una persona, debería construirse sobre la base del esfuerzo. En base a la originaria renuncia al instinto que se da cuando los hombres nos incorporamos a nuestras comunidades, a nuestras culturas, en nuestros cuerpos y en nuestros aparatos psíquicos. Renunciamos, de algún modo, a la pulsión desatada, a la primacía de nuestro limitado ego, cuando nuestros Yo se comprometen a mediar entre el ello y la realidad de nuestra comunidad, la familia, el clan, la tribu, el barrio, la Nación. De ese compromiso duro, profundo, doloroso, surge la posibilidad de la realización de los hombres.

Habrá que preguntarse, entonces, qué cultura construimos día a día... ¿Cuál será la cultura que incorporarán nuestros sucesores y por la cual se volverán personas plenas? No quisiéramos que sea la cultura de la estupidez, ni intelectual ni afectiva, porque siempre que hay un estúpido hay un hijo de mil putas que sabe aprovecharse de él. No queremos que sea la de la boludez, la del desinterés, la de la ignorancia, la de la desidia, donde no importa nada quién vive o muere, ni quién es sometido y sojuzgado por quién. No queremos a los boludos alegres ni a los hijos de mil putas insensibles.

No los queremos en nuestra comunidad. No queremos su espíritu y renunciamos a sus beneficios, cuales sean.

Entiéndase bien: no nos oponemos a las pasiones ni a las alegrías. Pero tiene que haber un equilibrio entre los elementos que componen todo lo existente: el sentimiento, el pensamiento y la acción. Se sostienen las razones sólo si se apoyan en pasión. Y la vitalidad del sentimiento debe mover a un pensamiento profundo, reflexivo, amplio que nos permita guiar las acciones hacia nuestra realización plena como hombres, varones y mujeres, en la plenitud de nuestra dignidad, de nuestra potencia común. Realizarnos como híper-espiritualidad que merezca su imperio y trascendencia.

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